domingo, 17 de octubre de 2010

Combustión espontanea, un par de leyendas

El propio escritor británico Charles Dickens investigó la combustión humana espontánea. Hagamos un repaso:

Cornelia Bandi era una condesa de 62 años que en abril de 1731 falleció cerca de Verona. Al parecer se había ido a cenar y tras llenar el estómago se marchó a la cama acompañada de su doncella con la que pasó unas horas hablando. Terminó por dormirse.
 
A la mañana siguiente la doncella acudió a la habitación de la condesa para despertarla y lo primero que vio fue un cuarto negro de hollín y el suelo impregnado de un líquido pegajoso, amarillo, grasiento y hediondo. La cama estaba intacta y mostraba una pista: la condesa se había levantado pues las sábanas estaban apartadas.
A una distancia de metro y medio de ésta yacía un montón de cenizas y dos piernas intactas y aún vestidas con medias que salían de ellas. Y entre las piernas yacía la mitad de la parte trasera del cráneo, el cerebro, tres dedos ennegrecidos y el mentón. Todo lo demás eran cenizas que, al tocarlas, dejaba impregnado una grasa con olor hediondo.
 
La combustión humana espontánea tiene una característica común: es rápida. Se puede estar mirando a una persona y de pronto verla arder y consumirse por el fuego.
 
Hay otra historia que puedo contaros al respecto, la del cura Bertoli.
Bertoli falleció en la ciudad de Filetto en 1789. Aunque vivía con su cuñado, eran muchas las veces que se quedaba solo leyendo un libro de oraciones en su habitación. El hombre empezó a gritar desde su cuarto y aquellos que fueron a socorrerle vieron al cura tirado en el suelo y envuelto en una llama pálida que se apagó cuando los otros se acercaron.
    
Cerca de la piel, el cura Bertoli llevaba una túnica de tela de saco debajo de sus ropas, y con estupor se comprobó que la ropa de encima se había quemado... pero la túnica estaba intacta. Curiosamente, debajo de la túnica la piel tampoco se había quemado, pero mostraba su carne colgada a jirones.

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